REGALO INESPERADO
Los eventos relatados alrededor de esta historia corresponden a la imaginación del autor. Sin embargo, la historia central es real, según la narración del médico Lucas en el libro de los Hechos de los apóstoles.
Hoy es mi cumpleaños número cuarenta y dos. El día augura mucha actividad.
Quisiera poder decir que será actividad de celebración; pero no. Al igual que en mis cumpleaños anteriores, no
habrá fiesta, ni amigos, ni regalos. Aunque parezca paradójico, no es un día
alegre ni para mí ni para mi familia. El día esta lúgubre, pareciera tener
conciencia de la realidad que se vive bajo nuestro techo.
Mis padres están tristes. Disimulan e intentan comportarse como si fuera
un día corriente. Sé que ellos recuerdan perfectamente que hoy es mi
cumpleaños, pero no me han felicitado, y tampoco lo harán. No los culpo.
Entiendo sus razones. No lo hacen porque sean indiferentes o por falta de amor,
sino porque al hacerlo, no quieren despertar recuerdos que podrían revivir
heridas producidas por tragedias pasadas.
Yo les sigo la corriente y al igual que ellos finjo que es un día como
cualquier otro. Admito que en el fondo siento curiosidad al tratar de imaginar
lo que sentiría si escuchase las palabras que hasta ahora nunca he escuchado:
“Feliz cumpleaños Eleazar”.
A lo largo de los años mis padres se han esforzado en levantar una
barrera invisible que impida la llegada de cualquier recuerdo de aquel fatídico
día, sin embargo no ha dado resultados; el hecho está fijo en mi mente y la
realidad está grabada en mi cuerpo. Cada mañana al despertar, la cruda realidad
me golpea sin compasión. Hoy no es la excepción. Al borde de mi cama cuelgan
flácidas y sin fuerzas mis dos piernas. Nunca se han movido, desconocen el
vigor y la vida; desconocen la sensación de correr, de jugar y de saltar. Sólo
están allí, muy delgadas, huesudas, insensibles, muertas.
Con el correr de los años he adquirido resignación para vivir sin ellas,
pero también mucha destreza. Con un movimiento ágil, al tiempo que sostengo el peso
de mi cuerpo con mis brazos, me bajo de la cama y me arrastro hasta el patio,
hacia el pequeño baño hecho de cañas y barro. Mi madre me ha traído agua de la cisterna
de piedra que se encuentra en la parte posterior de la casa. Sentado en un
banco de madera me doy un baño y me coloco una de mis mejores túnicas. Está
descolorida y remendada, pero es la mejor que tengo. Regreso a mi cuarto y me
siento nuevamente en el borde de mi cama.
Mi madre se halla en la cocina preparando el desayuno. Hasta mi cuarto
llega el agradable olor de pan de cebada recién horneado. Mi padre, reclinado
en la sala en una silla de madera, permanece meditabundo mientras mira
perezosamente por la ventana los árboles de olivo que se encuentran sembrados a
lo largo y ancho del otro lado del camino.
Mientras estoy aquí sentado los recuerdos vienen a mi mente. Todo comenzó
el día de mi nacimiento. Los detalles me los contó mi tía Ana (que en paz descanse). Mi madre Raquel no habla del
asunto. Prefiere mantener sepultados los recuerdos de lo ocurrido en ese día. En
ese entonces mis padres vivían en una pequeña aldea que se encontraba en una
zona aledaña a Jerusalén, camino al monte de los olivos y a Betania. La casa
estaba ubicada en un lugar alto, desde el cual se podía divisar a grandes
rasgos la ciudad de Jerusalén. Hacia el lado de la ciudad alta se alcanzaba a
ver la majestuosidad del palacio de Herodes. Un poco más hacia el norte estaba
erigido el templo de Jerusalén que Herodes comenzó a reconstruir hace más de
cincuenta años.
El día comenzó alegre. Por la mañana mi madre Raquel radiaba de dicha. No
era para menos, era su primer embarazo, yo sería su primogénito. Después de muchos
meses de espera, el día soñado había llegado. Las señales de las contracciones
y el rompimiento de su fuente anunciaban el momento de mi arribo a este mundo.
Misael, mi padre, salió aprisa a buscar a Olimpas, la partera de la
región. Olimpas era una mujer de ascendencia griega, alta y robusta. Su
complexión parecía desentonar un poco con su profesión. Pero a pesar de su
apariencia, que en parte se veía un tanto intimidante, sabía hacer bien su
trabajo. Era una mujer experimentada. Un gran porcentaje de los niños nacidos
en mi aldea fueron recibidos por sus voluminosos brazos.
Mi padre regresó pronto con Olimpas, la cual, con destreza inició y
culminó todo el proceso del parto. La alegría reinaba en la casa. Pero entonces
pasó lo que pasó. En un momento, mientras Olimpas me sostiene en sus brazos, en
forma inexplicable, en un hecho absurdo e injusto que marcaría el rumbo de
nuestras vidas, tropezó. En ese instante el terror se apoderó de todos al ver cómo
el pesado cuerpo de Olimpas perdía el equilibrio y amenazaba con caer y
terminar aplastándome. En un movimiento que tampoco es posible explicar,
mientras Olimpas me sostenía con uno de sus brazos, logró girar su cuerpo para
que al caer, el impacto contra el suelo lo recibieran sus espaldas y de esa
manera protegerme. En parte lo logró. Mi vida fue preservada; pero como
consecuencia de la caída mis piernas sufrieron las consecuencias.
Desde ese día un manto de luto se ciñe sobre nuestras existencias. Esa es
la razón por la que no se celebra mi cumpleaños. Queremos evitar al máximo todo
lo que tenga relación con ese trágico hecho.
La vida no ha sido fácil para mí. De niño debí conformarme con ver desde
lejos a los otros niños correr y divertirse. Cuando me veían, en ocasiones eran
crueles. “¡Cojo!, ¡tullido!”, eran los epítetos que normalmente me gritaban.
Aquellas palabras eran como flechas de fuego que penetraban en la débil corteza
de mi corazón. Ahora ya adulto entiendo que ellos no alcanzaban a dimensionar el
sabor amargo de la copa que me tocó beber. Yo mismo tardé en aceptarlo; fueron
muchos años de mi infancia que en la soledad de mi cuarto lloré sobre mi
almohada: “¿Por qué me pasó esto”? “¿Por qué a mí”? No sé cuántas veces
pregunté y reclamé a Dios; pero no hubo respuestas.
El tiempo le sumó a nuestras tristezas ingredientes adicionales que
agravaron nuestra situación. Mi padre trabajaba en ese entonces como jornalero
en los cultivos que se daban en los
alrededores de Jerusalén. A mis
escasos quince años mi padre comenzó gradualmente a enfermar. Por los pocos
ingresos que obtenía como jornalero no recibió los cuidados médicos que
requería. Sus fuerzas, que ya estaban diezmadas, terminaron extinguiéndose
hasta el punto de quedar totalmente incapacitado para trabajar.
Mi madre, obligada por las circunstancias, asumió la carga del sostén de
la familia. En ese entonces algunos de los agricultores de la región se
mantenían obedientes al antiguo mandato
de la ley de Moisés, en el que ordenaba
no segar la mies hasta el último rincón de ella, ni a espigar la tierra
segada, y de no rebuscar ni recoger el fruto caído de las viñas, sino que se
debía dejar para el pobre y para el extranjero. Eso le permitió a mi madre
acceder a los campos y recoger espigas y frutos en pos de los segadores.
Pero las cosas cambiaron. La economía de la región se vio golpeada por el
invierno que afectó los cultivos. Como consecuencia, a mi madre ya no le
permitieron seguir espigando en los campos. Buscando mejores oportunidades nos
mudamos a una pequeña aldea ubicada al noreste de Jerusalén en el camino que va
al jardín de Getsemaní. Aquí vivimos
desde hace varios años. Las cosas mejoraron un poco, pero no por mucho tiempo. Finalmente
la pobreza extrema nos alcanzó. Fue entonces que decidí hacer algo, y lo hice.
Aún en contra de la voluntad de mis padres.
Mis recuerdos son interrumpidos al escuchar a mi madre que grita desde la
cocina:
̶̶ ¡Misael,
Eleazar, el desayuno está listo!
Mi madre me trae el desayuno a la cama. No es común que lo haga porque
siempre desayunamos en la pequeña sala. Quizás es un gesto de cariño para compensarme
por mi cumpleaños.
̶̶ Gracias mamá, te agradezco ̶̶ le digo
mientras lo recibo de su mano.
Ella me sonríe con timidez. Tomo
su mano y suavemente la halo para que se siente al borde de mi cama. La miro a
los ojos, pero ella esquiva mi mirada. La observo por un momento. Cada surco de
su piel habla de todo el sufrimiento que por años se ha acumulado en los
rincones de su alma. Sus ojos se ven cansados y desgastados. Son sesenta y ocho
años que hay en su calendario, aunque parece que fueran más.
En un acto reflejo extiendo mi mano y acaricio su rostro. Paso suavemente
mi mano sobre su cabeza y masajeo con mis dedos su cabello blanco. Cuánto me
gustaría que el toque de mi mano tuviera el poder sanador que le devuelva la
alegría y la vivacidad a sus ojos. Con
mi dedo pulgar limpio un delgado hilo de lágrimas que escapa de sus ojos. Con
ternura toma mi mano, la estrecha contra su rostro y me sonríe. Luego se
levanta y se retira a llevar el desayuno a mi padre.
Después de desayunar me alisto para mi jornada del día. Estoy listo para
un día más de sobrevivencia. Ese es el término apropiado teniendo en cuenta el
tipo de labor que realizo. En este momento mi padre terminó de enalbardar el borrico
colocándole una tela de lana doblada con una almohada de paja cubierta con un
cobertor. Mi padre y mi madre me ayudan a subir a los lomos del animal.
Inicio mi recorrido por el polvoriento camino, rumbo a Jerusalén. Afortunadamente
la distancia es corta, aproximadamente veinticinco minutos a paso lento. Mi padre
me acompaña en el recorrido caminando a pie y guiando al borrico. Avanzamos en
silencio. Llevo varios años yendo y viniendo cada día. Mi padre permanece en
silencio. Casi nunca habla mientras hacemos este trayecto. Pero a los pocos minutos
percibo que jadea y muestra señales de agotamiento.
̶̶ Papá no
es necesario que me acompañes. ¿Por qué mejor no te quedas en casa? Debes
cuidar tu salud. Necesitas estar en completo reposo
̶̶ Estoy
bien hijo ̶̶ me responde mientras tose ̶̶ estoy bien.
Mi padre es testarudo. Hace ese esfuerzo porque no quiere sentirse inútil.
En su ser interior hay angustia y conmoción. Tenía muchos sueños cuando se casó
con mi madre. Soñaba con convertirse en un gran comerciante, en tener trabajadores
a su cargo, en tener por lo menos tres hijos, en construir una casa grande en
piedra labrada, en darle a mi madre todas las atenciones y comodidades. Pero
todos esos sueños se desplomaron uno tras otro. Desde entonces libra una
batalla diaria consigo mismo.
Pero hay algo que admiro en él. Aún conserva la fe. Todavía sigue
soñando. Ahora sus sueños son distintos. Sueña con la restauración; sueña con
una visitación del cielo; sueña con el ungüento divino que sane las heridas que
hay en los tres corazones solitarios que se encuentran a merced del infortunio.
Y no sólo sueña, sino que ora por ello.
Muchas de las personas que nos conocen han hecho juicios duros contra él.
Aseguran que algo muy malo debió haber hecho para que esté siendo castigado con
tantas adversidades. Esas declaraciones han sido como sal restregada en sus
heridas. Pero todavía sigue esperando. Aunque parezca que estamos solos y
abandonados, él sigue esperando y creyendo que las cosas cambiarán, que Dios se
acordará de nosotros. Eso es lo que a lo largo de estos años lo ha sostenido.
Por fin hemos llegado. Nuestro destino es el templo de Jerusalén. Delante
de nosotros se yergue la majestuosidad del templo. El mismo que congrega cada
año millares de peregrinos que vienen de todas partes a celebrar las fiestas. Construido
en medio de una llanura en la parte más visible, domina el resto de la ciudad y
ocupa gran parte de ella. La construcción está hecha toda en piedra labrada con
altas murallas que rodean el templo, al cual se tiene acceso por grandes
puertas.
Desciendo
del borrico y me siento de espaldas al templo en la primera grada, coloco las
dos palmas de mis manos tras de mí en la segunda grada; levanto el peso de mi
cuerpo al tiempo que me impulso. De esta manera continúo hasta llegar a la más
alta, justo al lado de la puerta llamada “La Hermosa”. Mi padre se sienta un
rato conmigo mientras descansamos, él regresará en el borrico y yo me quedaré
el resto del día.
Estoy
aquí sentado, no porque sea un guía turístico. Tampoco soy un escriba que
interpreta la ley de Moisés, no soy un cambista que cambia las monedas
extranjeras por la moneda oficial del templo. Estoy aquí porque soy un mendigo.
Me da vergüenza admitirlo, pero eso es lo que soy. Es lo que decidí hacer para
poder sobrevivir. Era eso o ver morir a mi familia. Al principio mis padres se
opusieron cuando tomé la decisión, pero no hubo más opciones para nosotros.
Conozco
este templo como la palma de mi mano. Al menos por fuera. He estado en todos
sus pórticos, incluyendo la Fortaleza Antonia que se haya adosada al templo por
el noroccidente. Es increíblemente grande y majestuoso. Por dentro no lo
conozco, nunca he podido entrar, porque está prohibido por la ley de Moisés que
una persona con defectos físicos ingrese al templo.
Pero
desde afuera se alcanza a ver la torre del santuario que se eleva como
cincuenta metros. Está construida con densas placas de oro y mármol que destellan con los refulgentes rayos del
sol, proporcionando una vista que despierta la admiración. Toda la nación se
siente orgullosa del templo, es el símbolo
de la presencia de Dios entre ellos.
Son
las ocho de la mañana, pronto comenzarán a llegar las personas, algunos para la
oración de las nueve, otros para los sacrificios que diariamente se hacen en
este lugar.
La
gente comienza a llegar. Un grupo de líderes religiosos conformado por fariseos
y saduceos sube por las gradas. Es extraño que anden juntos. Debido a sus
diferencias religiosas se mantienen alejados entre ellos. Tampoco es frecuente
que entren por esta puerta, generalmente lo hacen por la “gran puerta” que es
la que acostumbra a utilizar la realeza herodiana y los habitantes ricos que
viven en la ciudad alta.
Todos
los miembros de los saduceos son ricos y poderosos. Vienen vestidos con largas
y finas vestiduras. En su brazo y en su frente portan unas cajitas de cuero que
sujetan con pequeñas correas, donde guardan pasajes de sus escrituras sagradas.
Todos tienen abundantes barbas. Cuando pasan a mi lado extiendo mi mano
esperando recibir algo de ellos. Algunos ni siquiera me miran, otros vuelven su
vista hacía mí, pero en sus miradas percibo un profundo desprecio.
Con
las mujeres es distinto. Son más piadosas. La mayor parte de las limosnas que
recibo provienen de ellas.
Son las nueve de la mañana. Iniciaron los rituales del día en medio de
mucho ruido. Afuera algunos gritan llamando a sus conocidos; adentro resuenan
los balidos provenientes de los corderos y el arrullo de las palomas; el sonido
de las arpas, el salterio, la cítara, los platillos y las trompetas que
acompañan las ceremonias; las voces procedentes del atrio de las mujeres que
oran, y los quejidos angustiosos de los corderos sacrificados.
El olor a sangre y carne quemada de los sacrificios alterna con el aroma
penetrante del incienso. Todos se encuentran dentro del templo excepto yo.
Nunca he entrado y seguramente nunca entraré. Hay una barrera infranqueable
entre mi condición y las exigencias de la ley, que no me permitirán tener la
experiencia de alabar a Dios congregado con el pueblo en el lugar donde mora su
presencia.
Cierro mis ojos y sigo el compás de los instrumentos musicales que están
sonando, mientras tarareo los himnos, que a fuerza de oír he aprendido de
memoria. Ha terminado la primera ceremonia del día y la gente se marcha. Yo continúo
solitario. No he recibido muchas limosnas hoy. Debo esperar hasta la tarde que inicia
un nuevo ceremonial. Aprovecho para comer y beber algo de lo que mi madre me
preparó para el almuerzo.
Tendré que esperar por lo menos tres horas, así que cierro mis ojos,
recuesto mi cabeza en el muro, y con mi rostro dirigido hacia arriba oro en silencio:
̶̶ Señor, no
puedo entrar a tu casa, tampoco sé si mi oración pueda entrar a tu cielo. No sé
si soy digno de que me escuches. Pero si me oyes, quiero recordarte que hoy es
mi cumpleaños. No te pido nada para mí. Llevo años haciéndolo ya. Te pido por mis
padres. Por favor escucha sus oraciones; ellos se encuentran abatidos.
Permíteles oír la buena noticia de que han sido escuchados por ti. Venda sus
quebrantados corazones y proporcionales el consuelo. Que todos los que los
señalaron con dedo acusador vean, y reconozcan que nunca han sido echados de tu
presencia y que tú te vuelves a ellos para mirarlos con ojos de misericordia…
Amén.
Son las tres de la tarde. Ha llegado mucha gente al templo. Pero no ha sido
un día bueno para mí. He recibido muy pocas limosnas. Es poco probable que
llegue más gente.
Mientras espero resignado suben por las gradas dos hombres que se
acercan. Los he visto antes. He oído acerca de ellos, a uno le llaman Pedro y
al otro Juan. Son discípulos y predicadores de Jesús a quien ellos llaman el
Mesías. He escuchado algo de su mensaje. Ellos afirman que Jesús es el Hijo de
Dios que murió y resucitó de entre los muertos para el perdón de los pecados de
los que creen en su nombre. El evento de su muerte es reciente y causó gran
conmoción en toda la nación. Me hubiera gustado conocer personalmente a ese
Jesús. Dicen que sanaba a los enfermos.
Están muy cerca de mí. La verdad es que parecen ser
personas bondadosas. Quizá pueda recibir de ellos alguna limosna generosa.
Extiendo mi mano hacia ellos esperando recibir algo. Se detienen y volviéndose
hacia mí, mientras me miran fijamente me dicen:
̶̶ ¡Fíjate en nosotros!
Yo los miro fijamente. Sus ojos permanecen anclados
a los míos. A diferencia de los fariseos y saduceos, en su mirada no percibo
reproche ni desprecio alguno. Es una mirada limpia, misericordiosa y penetrante
que me produce un leve estremecimiento. Mantengo fija mi atención esperando recibir
algo de ellos. Es raro que la gente me dirija la palabra, pero estos dos hombres
se han tomado la molestia de dirigirse a mí en actitud amistosa. Uno de ellos,
el que se llama Pedro, me dice con voz de autoridad:
̶̶ No tengo ni plata
ni oro, pero te doy lo que tengo: ¡En el Nombre del Mesías Jesús de Nazaret,
ponte en pie y echa a andar!
Al escuchar aquellas palabras quedé petrificado. ¿Ponerme
de pie? ¿Caminar? ¿Cómo puede ser posible? ¿Será que se burlan de mí? Pensé. Estoy
aterrado. Pero hay tal autoridad en sus palabras, que todo mi cuerpo
experimenta una corriente eléctrica que recorre cada centímetro de mi cuerpo.
Pedro, al verme titubear me agarra de la mano
derecha y me hala para levantarme. Mientras lo hace, mis pies y tobillos
literalmente crujen, y una fortaleza hasta ahora desconocida, cubre mis piernas,
pies y tobillos. Quedé en pie. Al sentir que mis piernas sostienen por primera
vez el peso de mi cuerpo, una maravillosa explosión dentro de mí, hace vibrar
fuertemente las fibras de mi alma, dejando brotar un prolongado y sostenido grito
de alegría. No puedo contenerme y empiezo a dar saltos y andar mientras grito
con todos mis pulmones alabando a Dios. Grito con todas mis fuerzas el delicioso
sabor de la libertad que experimenta todo mi ser; grito la alegría indecible
que me embarga, grito la maravillosa sensación de sentir que nazco de nuevo y
que soy recibido por los poderosos brazos de Dios.
La noticia se propaga en toda la ciudad y sus
alrededores. La gente se agolpó y están todos asombrados y alucinados de lo que
están viendo. Algunos están como espectadores, otros se han unido a mi fiesta y
se gozan conmigo.
Yo no dejo de saltar. Quiero recuperar los años de
mi niñez en que no pude hacerlo. Por primera vez en mi vida entro al templo.
Las barreras que me lo impedían han sido removidas por el poder de Dios. Pedro
y Juan, al ver que la multitud reunida era de unas tres mil personas, comienzan
a predicar. Mientras lo hacen, alcanzo a escuchar entre la multitud que alguien
me llama a la distancia.
̶̶ ¡Eleazar!, ¡Eleazar!,
sigo escuchando que me llaman.
Es extraño que alguien me llame por mi nombre,
siempre me llamaron “el cojo”. Mis ojos escudriñan entre la multitud y a lo
lejos puedo divisar la figura de mi padre y de mi madre que se abren paso entre
la gente y se acercan emocionados. La noticia de mi sanación les había llegado.
La última vez que los vi fue en las horas de la
mañana. Ahora que los vuelvo a ver se ven diferentes. Se acercan a mí con sus
brazos levantados. Yo levanto los míos y los abrazo fuertemente. Lloramos. Todo
el dolor, la amargura, el miedo, las angustias y el oprobio acumulado por años,
es arrastrado en este momento por un poderoso e intempestivo río de agua viva
que corre por nuestro interior, lavándonos por dentro, liberándonos, sanándonos.
Los cerrojos de la cárcel en que se hallaban nuestras almas se rompen, las
cargas sobre nuestros hombros es quitada y el yugo en nuestros cuellos es
quebrantado. Toda la autocompasión que se había anidado dentro de nosotros, se
desprende como si arrancaran una cáscara.
Lloramos por largo rato mientras permanecemos abrazados. Sólo que ahora
no es un llanto de tristeza. Lloramos de felicidad. El bálsamo divino y el suave aceite enviados desde
los cielos, están trayendo a nuestras vidas, gloria en lugar de ceniza, óleo de
gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado, honra
en lugar de doble confusión.
Jamás había visto en mis padres la expresión de
dicha que ilumina sus rostros. Los veo como siempre quise verlos, los veo
sonreír, felices, con deseos de vivir, de empezar de nuevo.
Pedro ha terminado de predicar, la multitud,
compungida por el mensaje del evangelio y por el milagro sucedido, se rinde a
Dios. Nosotros hacemos lo mismo.
Mi padre y mi madre se retiran suavemente de mí, a
una corta distancia; entonces hacen algo que jamás habían hecho. Levantan sus brazos y se acercan nuevamente a
mí para abrazarme, y me dicen al tiempo:
̶̶ ¡Feliz
cumpleaños hijo! ¡Feliz cumpleaños!
Para mí es como mi primer cumpleaños. Nunca me
imaginé que sería celebrado en estas circunstancias y acompañado de una gran
multitud.
Sólo me resta decir, que hoy es mi cumpleaños
número cuarenta y dos; y hoy, he recibido un regalo inesperado.
FIN
__________________________________
Relato basado en el libro de los Hechos capítulo 3
Hermosa historia. Maravilloso Dios. Que buen relato que envuelve al lector con sus detalles.
ResponderEliminarMe encanto l
ResponderEliminar