¡El Más Bello Canto de Amor!
La
célebre y épica obra “La Odisea”, que se escribió hace uno diez siglos,
contiene justo en la mitad de sus veinticuatro cantos, un relato que se ha fijado
en la memoria colectiva. Se trata del encuentro de Ulises, rey de Ítaca, con
las sirenas que entonaban desde las rocas, seductores y mágicos cantos con los
que atraían a los marineros hacia una muerte segura. Ulises quería escucharlas
y para ello pidió ser amarrado fuertemente en el mástil del barco, con la
promesa de que no se le soltara, aunque él lo pidiera. Al escucharlas, Ulises
trató con todas sus fuerzas de soltarse y acercarse a ellas, pero no lo logró.
Finalmente pudo alejarse y retornar salvo a casa.
Creo
que en este mítico relato hay una analogía perfecta a nuestra realidad. Todavía
hoy se escuchan en cada rincón del mundo, cantos de sirena que atraen a hombres
y mujeres. Yo escuché esos cantos; y me atrevo a asegurar, sin temor a
equivocarme, que tú también los has escuchado. Los escuché, no de unas sirenas
mitad pez y mitad mujer; los escuché desde un escenario distinto, y con unas
condiciones diferentes, pero no por ello menos fatales. Permítanme contarles
cómo y dónde escuché esos cantos de sirena, y cómo fui librado, al igual que
Ulises, del efecto embriagador de sus mágicos cantos.
El canto seductor
Hace mucho tiempo, en la época dorada de mis años mozos, enfrenté lo que
casi cualquier joven experimenta. De un momento a otro, y casi sin darme
cuenta, dejé de ver el mundo con ojos de niño. Ese pequeño mundo que se
limitaba a la casa en que vivía, a mi escuela y a las dos o tres cuadras del
barrio, de pronto se me hizo pequeño y poco atractivo. Mis juguetes quedaron
relegados en algún rincón de la casa. Los juegos infantiles de mi época y los
infaltables juegos de pelota en la calle quedaron atrás.
En mi infantil inocencia, entre mis estudios y el juego, me hallé un día
mirando curiosamente sobre la valla que separaba mi vida de niño a joven
adolescente. Y por primera vez vi el fulgor del mundo allá afuera. Ante mí se
vislumbraba el atractivo seductor de un mundo que, cual canto de sirena, me
embriagaba con su canto, y me invitaba a ir a él. Y lo hice. Con pasos tímidos
y cautelosos al principio, me dirigí a ese mundo mientras éste me esperaba con
una sonrisa y con los brazos abiertos. A la entrada había una gran puerta
ancha. Tan ancha era, que no alcanzaba a divisar entre un extremo y otro. Y
sobre la puerta un aviso enorme con muchas luces multicolores que destellaban
al son de ritmos musicales. En el aviso pude leer: “Bienvenido al camino
ancho, un lugar para todos y para todo”[1].
Me recibió un señor
vestido de traje fino (hablo en términos alegóricos). Por su aspecto elegante
parecía ser alguien muy importante. Admito que se veía como alguien que sabe mucho,
una especie de autoridad intelectual. Me llevó a una biblioteca inmensa. Había
toda clase de libros antiguos y modernos, y de todos los temas. Su misión,
según me dijo, era enseñarme a construir una cosmovisión del mundo y la vida.
Me llevó a un estante con un letrero que decía: “La sabiduría del mundo”[2]. De allí tomó varios
tomos con hermosas carátulas y contenidos totalmente nuevos para mí.
Con un hablar grandilocuente, me presentó un montón de teorías y
filosofías que yo no conocía. Me habló de la evolución de las especies, del
papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, del existencialismo,
del agnosticismo, de la muerte de Dios, del superhombre de Nietzsche, y de muchas cosas más. Su disertación y sus argumentos tenían, a mi parecer, una
lógica irrefutable. Reuní toda esa información, la procesé en mi mente juvenil,
y luego, en forma orgullosa, creyéndome muy inteligente e intelectual, alcé mi
bandera de independencia, y me sumé a los que niegan la existencia de Dios.
Salí de aquella biblioteca con mi recién adquirido bagaje intelectual,
presumiendo de lo que había aprendido, y con la firme intención de ir tras el
mágico canto de ese mundo inexplorado.
No conforme con mi necia proclamación atea, y, en mi recorrido por el
fascinante descubrimiento del mundo, me propuse abarcar sus tres pilares: “los
deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida”. En tan
solo unos pocos años sucumbí a los encantos de un mundo que me mostró su cara
bonita, pero que nunca me mostró su lado oscuro. Nunca me habló de las
consecuencias. Y cuando me di cuenta de ello, ya me había equivocado lo suficiente
como para dejar huellas vergonzosas en mi vida. Así transité un tiempo en mi
vida. Llevando a cuestas un montón de teorías y filosofías, pavoneándome y
viviendo el concepto de vida que el mundo me enseñó.
El canto de amor
Cierto día, mientras me encontraba en casa, me sucedió algo que nunca
había experimentado. Sentí como si se desprendiesen escamas de mis ojos
espirituales, permitiéndome ver la vana realidad de mi vida. Noté que habían
cesado los cantos de sirena del mundo. Mis oídos trataron de captar las notas,
pero ya no lograba escucharlas. Ese día tuve la aterradora conciencia del sin
sentido de mi vida. No sé si pueda describirlo, pero fue como si en mi alma
hubiese un enorme agujero que no se podía llenar. Un gran vacío que, aunque en
ese momento no entendía, se convertiría en el preludio del más bello canto de
amor, cuyas notas estaban a punto de llegar a mis oídos.
Ese día llegó a mis oídos el estribillo de un canto que jamás había
escuchado. Un canto que no tenía poderes mágicos; pero si contenía un poder
superior, capaz de remover todos los cimientos falsos de mi vida. Un canto de
amor de tan sólo siete palabras., cuya letra, paradójicamente, era un grito
desgarrador; un grito sagrado, proferido por una voz inocente que, sin
merecerlo, pagaba en una cuenta cruz el precio de mis pecados.
Justo en la mitad del canto, se halla esta declaración: ¡Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado? El canto de las siete palabras cierra
magistralmente con otra profunda declaración: “Todo se ha cumplido”. Y ¿qué es
lo que se ha cumplido? Lo que Él prometió: “sanar los corazones heridos”,
proclamar libertad a los cautivos, y libertad a los prisioneros” (Isaías 61:1)
No existe en el mundo entero un canto de amor más bello y poderoso que
el que fue cantado con un grito en el calvario. El rostro rasgado por la corona
de espinas; las manos y los pies clavados en el madero; el costado traspasado, y
la agonía prolongada de una muerte humillante, son las hermosas notas escritas
en el pentagrama de una cruz, que cuentan la buena noticia del inmerecido amor
de Dios, de la salvación y la reconciliación que Dios nos ofrece por medio de
Su Hijo Cristo Jesús.
El cierre de aquel canto de amor contiene una sucesión de acordes que
dieron paso a un silencio repentino. Un largo silencio que finalmente es
interrumpido por la más gloriosa declaración que jamás se halla dicho:
̶̶ ¿Por qué buscan ustedes entre los muertos al que
vive? No está aquí; ¡ha resucitado!
Ese canto de amor y de reconciliación, que recorre los confines de la
tierra; llegó a mi vida. Entonces fui consciente de mi necedad de haber negado
la existencia de Dios, y del alto precio que fue pagado por mí y por ti.
¿Cómo podía decirle que no a tan grande e inmerecido amor? Entonces, abrí
las puertas de mi corazón para recibir a Jesucristo como mi Señor y Salvador.
Dios se hizo real en mi vida, tuve conciencia de ser perdonado y aceptado por
Él, y nació en mí un profundo deseo de buscarle, de conocerle y de amarle.
El día que Cristo irrumpió en mí, mi vida se partió en dos. En el antes
y el después. La bandera de independencia que neciamente había izado, la traje
a los pies de la cruz de Cristo; entonces él colocó sobre mí su bandera de
amor, en señal de que mi corazón había sido conquistado, y Él como Rey
Soberano, dueño y Señor, tenía el derecho de establecer su reino en mi vida y
ejercer su señorío.
Han pasado ya muchos años. Hubo ocasiones en que llegaron a mi vida los
antiguos cantos de sirena tratando de arrastrarme nuevamente a los deleites de
este mundo vano. Y aunque me avergüenzo de las ocasiones en que por descuido me
acerqué demasiado a las rocas, fui protegido, perdonado, y restaurado; y no por
mi propia capacidad humana, no porque estuviese amarrado a un mástil de madera
en un barco, sino porque estaba rodeado por los confiables brazos de Cristo. El
amor de Dios superó mis debilidades. El mismo amor con que fui salvado, es el
mismo amor con que he sido guardado.
“Porque todo lo que es nacido de Dios
vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe.
¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de
Dios?” (Efesios 5:4-5)
Si hoy escuchas el más
bello canto de amor, cuyas notas se tocaron desde el calvario, mi deseo, y mi
oración, es que seas alcanzado por el amor redentor que el Señor nos concede.
[1] Analogía
inferida de Mateo 7:13
[2] Inferido de
Santiago 3:13-17
Que buen relato y testimonio del poder de Dios en tu vida. El Señor bendiga tu vida y te fortalezca cada día.
ResponderEliminarExcelente Dios es bueno atraves de nuestras experiencias vividas nos damos cuenta aun más el propósito grande hay hay para las vidas atraves de nosotros.
ResponderEliminarBendiciones 😇